viernes, 19 de diciembre de 2014

La Parusía: Lección 17 del curso historia de la salvación.

Al final del escrito el audio de esta lección.



Cuando hablamos de las realidades del más allá, como el cielo, el juicio final, etc., lo hacemos muy ligeramente, a menudo ignorando la Palabra de Dios, cayendo en ardorosas polémicas y en muchas herejías. Esta lección nos ayudará a entender cómo será el acontecimiento que cerrará la vida del mundo y nos introducirá en el misterio del amor divino en el que participarán todos aquellos que acepten y vivan el mensaje de salvación.

Para iniciar rezaremos el salmo 122 que es un canto de alegría y de entusiasmo porque nos encaminamos a la tierra prometida que es nuestra patria celestial. El fin de la vida terrenal no debe verse con tristeza y sufrimiento, sino con alegría y esperanza, porque Cristo nos asegura la vida eterna y verdadera. Ya desde ahora, si de verdad anhelamos la vida de Dios, experimentamos la Paz y el amor. Comenzamos a vivir nuestro cielo que es la misma vida de Dios. Después hagamos la siguiente oración: «Concédenos, Señor, disponernos con todo nuestro ser para poder cumplir con tu voluntad y así, cuando te dignes llamarnos a tu presencia alcancemos de tu infinita misericordia el poder compartir tu Gloria en compañía de nuestros hermanos». (Padre nuestro, Ave María y Gloria).

Comenzamos:

NUESTRA META FINAL: LA ETERNIDAD

Col 3, 4
Por su muerte y Resurrección, Cristo nos ha abierto las puertas de la Gloria a todos los que aceptamos su Evangelio que nos exhorta a compartir los sufrimientos para alcanzar la vida eterna. Desde esta perspectiva, todas las dificultades y fracasos de la vida son nada en comparación con la felicidad que el Señor nos garantiza.

El cristiano, en realidad, es un peregrino que marcha hacia su Patria definitiva que es el Cielo.

Esta es nuestra meta, la máxima aspiración de todo hombre, en la que veremos colmados nuestros anhelos más profundos. Es simplemente el compartir plenamente para la eternidad la vida de Dios. Los hombres que mueren en la amistad con Dios viven para siempre con Él y lo ven tal cual es (cfr. 1Jn 3, 2). Se trata de una comunión perfecta con Dios, experimentando su amor inagotable que nos hace plenamente felices. Es preciso quitarle al cielo esa imagen estática y aburrida de un lugar donde cantaremos juntos y nos portaremos bien.

La Escritura da pistas para comprender el cielo como luz y presencia de Cristo. El Cielo no es el paraíso terrenal que perdieron nuestros primeros padres; es vivir en la intimidad de la Santísima Trinidad. Allí donde mora el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí es donde el cristiano está llamado a compartir para ver y contemplar la Gloria y la alegría que ningún hombre jamás soñó.

Rom 8,18
Obviamente, querer disfrutar eternamente de la alegría del Señor, implica necesariamente compartir sus mismos sufrimientos. «Nadie puede ir al Padre si no es por el Hijo» (Jn 14, 6) y nadie acepta al Hijo sin aceptar su cruz. Pero estos sufrimientos por grandes que sean nunca pueden compararse con la gloria y la alegría que Dios nos depara. La felicidad que Dios nos ofrece es infinita y lo que sufrimos en este mundo es nada.

Los sufrimientos y tentaciones que pasamos parecen impedirnos la Gloria, pero en realidad, cuando los vivimos en Cristo tenemos la certeza que nos llevan a la vida eterna y nos anuncian la eterna felicidad. ¡Fácil decirlo, pero cuánto nos cuesta entenderlo! El cincelazo No. 352 nos dice: «Nuestra vida conformada a la de Jesús es una constante muerte y resurrección hasta que llegue la Gloria definitiva en la que ya no habrá sufrimiento».

¿CUÁL SERÁ NUESTRA CONDICIÓN EN EL REINO DE LOS CIELOS?

Mt 22, 28- 30
Los fariseos que siempre quisieron pescar a Jesús en alguna herejía para condenarlo ante las autoridades, le preguntaron: ¿De quién será esposa en el Reino una mujer que estuvo casada con siete hombres? Jesús afirmó: «Ustedes andan muy equivocados al no entender las Escrituras, pues en el Reino de los cielos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles».

Esto nos lleva a la pregunta: ¿Cuál será nuestra condición en el Reino de los cielos? Lo primero que hay que decir, es que estas realidades aunque reveladas por la Palabra rebasan nuestra comprensión y es difícil explicarlas. Sucede lo mismo con las Bienaventuranzas, es más fácil explicarlas que vivirlas. Ya nos daremos cuenta (si es que alcanzamos la misericordia de Dios) de los que es la Gloria del Señor y tal será nuestra dicha que no tendremos ganas de regresar para contarlo.

No obstante eso, algo podemos saber, como que las relaciones afectivas que tenemos en esta vida en la presencia de Dios serán innecesarias. El amor de Dios lo iluminará todo, lo veremos tal como es «no necesitaremos luz de lámpara ni de sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 4- 5). Dice un canto de la liturgia: «Donde brilla el sol no tienen luz las estrellas».

El texto señala que seremos como «ángeles» o sea imágenes de Dios, verdaderos hombres, libres y realizados en su presencia. No perderemos nuestra personalidad, al contrario, la veremos transformada en aquello que quiso para nosotros el Padre desde el principio. Allí seremos como siempre debimos ser.

Estas verdades que sacamos de la palabra de Dios se oponen claramente a las ideas vagas y confusas que expone la corriente de la Nueva Era, que al tiempo que dice que Dios es una energía impersonal que dirige nuestra vida también propone la «reencarnación» que como veremos, también se opone totalmente a la que los cristianos profesamos: «Creo en la Resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro».

1Co 15, 42- 44
Para poder estar en la presencia de Dios, es decir, en la vida eterna, nuestra persona necesita experimentar una transformación, es a lo que llamamos «Resurrección de los muertos» y está bien fundamentada en el Nuevo Testamento. ¿En qué consiste? ¿Cómo será esto? Como hemos dicho, en el paso de nuestra persona a un nuevo tipo de existencia. San Pablo lo explica con el sencillo ejemplo de una semilla que aparentemente se pudre bajo la tierra, pero en realidad está germinando en una nueva vida.

Debido a esta imagen la Iglesia se opuso por siglos a la incineración de los cadáveres, porque comparaba el cuerpo con esta semilla que abandonada amorosamente en la tierra generaría calladamente una nueva planta. Lógicamente, no cabe ninguna comprobación científica al caso. Nuestra fe nos anima a pensar así, pues Jesús que fue muerto y resucitado, nos da la esperanza de alcanzar en Él igual suerte para vivir la vida verdadera.

Nunca debemos dejarnos confundir con testimonios que presentan los que creen en la reencarnación, que aceptan que el alma una vez muerta la persona busca otro cuerpo donde alojarse. En esta creencia el alma nunca logra el descanso y por ello la persona —afirman ellos— siempre tiene recuerdos de otras vidas. La doctrina cristiana se opone ferozmente a esta idea. El cristiano sólo acepta la existencia de una sola vida que salvamos por la fe en Jesucristo.

Tampoco debemos dar cabida a pensamientos supersticiosos y morbosos de almas en pena, muertos aparecidos, espantos y ultratumbas. Las múltiples experiencias sobrenaturales y del más allá, sólo tienen una explicación: o bien se trata de sugestiones (lo que es más probable) porque la mente humana es muy poderosa y llega a crear imágenes que no existen; máxime si la persona está movida por el miedo o la desesperación, da forma a realidades que sólo existen en su mente. O bien, tales experiencias son acciones del demonio que se vale de estos trucos para empujarme a creer en tales tonterías y hacer caer a las personas en sus terrenos, que son la magia y la brujería.

Pero tales cosas no deben encajonarnos en una ardida polémica sino a una enseñanza que es lo que más importa. Para estar en la vida eterna que es el deseo de todos, tengo que empezar a morir a mí mismo y experimentar lo que es la resurrección que es en términos evangélicos, el traje de fiesta que se requiere para participar del banquete celestial. Tal traje no se logra de la noche a la mañana o por el toque de una vara mágica sino por el esfuerzo constante de ser dóciles a la acción de Dios que quiere lograr en nosotros tal transformación. En ese esfuerzo se nos va la vida, pero vale la pena, pues la recompensa en la otra vida que Dios nos regala en abundancia.

Mc 13, 26- 27
La Parusía o sea la manifestación definitiva de nuestro Señor es el acontecimiento que nos ocupa y que cerrará con broche de oro toda la historia de la salvación. Jesucristo ya no se nos presentará como hombre sino como el Rey de Gloria y majestad que reunirá a los suyos para que compartan su propia gloria y finalizará la existencia de este mundo pasajero.

Saber de este juicio nos llena de miedo, pues imaginamos a Jesús como el juez implacable que nos condenará, pero Él no es así, más bien, el juicio consiste en «hacer justicia», en el sentido de liberar y salvar.

La santidad de Jesús iluminará al hombre para que perciba su situación que asumió durante toda su vida y descubra la posibilidad de armonizar o no con el Reino que es su salvación y, por lo tanto se dará una separación entre lo bueno y lo malo. No tanto como un decreto venido de fuera sino como una confrontación de nuestro estado de conversión con su presencia gloriosa.

EL JUICIO FINAL

Mt 25, 31-46
Dios nos prepara para este juicio, dándonos con anticipación las preguntas para que no haya sorpresas aquel día. Con este texto subraya su criterio de salvación que son las obras de caridad y de servicio en favor de los más necesitados. El Señor dirá: «! Vengan los bendecidos por mi Padre! Tomen posesión del Reino que ha sido preparado para ustedes desde la creación del mundo, porque tuve hambre y ustedes me alimentaron».

El mensaje que nos da este texto es fundamental, lo que nos salvará será el que podamos reconocer a Cristo en nuestros hermanos, especialmente los más necesitados, que son los hermanos más pequeños. Eso será lo único que contará delante del Señor: La caridad que tengamos por los hombres será reconocida por Él, que es la fuente de la caridad. Aquel bendito día no contara pertenecer a tal o cual grupo de la Iglesia o tener colgado un crucifijo o un escapulario; lo que contarán serán las obras que realicemos en favor de los demás.

Es preciso aclarar las características de este amor que es criterio de salvación, porque hoy en día esta palabra está tan desvirtuada y prostituida que fácilmente confundimos su significado. El amor al que nos referimos, AMOR con letras mayúsculas, es la caridad, el amor oblativo, el amor de sacrificio y de entrega, un amor de negación, a la manera de Cristo que nos dice que «no hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). Es el fruto máximo del Espíritu que nos empuja a servir aun a costa del sacrificio: El amor auténtico arroja de nuestro corazón el miedo al sufrimiento y rompe las resistencias de nuestro egoísmo. Es un amor confiado y lleno de agradecimiento y enteramente disponible en favor de los más pequeños en quienes hemos reconocido el rostro sufriente de Cristo.

Es el más grande don que puede anhelar el cristiano por ser la fuente del servicio que da validez a nuestras obras y trabajos. Dice Kempis: «El que ama corre, vuela y se alegra; es libre, nada lo detiene, nada le cuesta, intenta más de lo que puede, nada considera imposible, porque todo lo cree posible y lícito, por eso lo puede todo y realiza muchas cosas en las cuales el que no ama desfallece».

LOS ELEGIDOS

Mt 24, 36.42
Cuando una persona ignora la palabra de Dios, seguramente ve con miedo la venida del Señor. Estas situaciones son muy bien aprovechadas por los hermanos protestantes que visitan los hogares exponiendo argumentos como estos: «Señora, no sabe usted que el día del Armagedón está por venir y los inicuos perecerán y sólo los 144,000 que confiesen el nombre de Jehová se salvarán, los signos de los tiempos se manifiestan, pueblo contra pueblo, pestes, calamidades y guerras, etc.».

Ante estos cuestionamientos, la palabra de Dios es categórica al respecto: «Nadie sabe el día ni la hora»; podrá ser mañana o dentro de mil años, no lo sabemos. Llegará como un ladrón en la noche, cuando menos pensemos. Por eso el versículo 42 nos exhorta a «vigilar y estar alerta» pues no sabemos cuándo será. El cristiano comprometido sabe que no puede descuidarse porque el Señor se presentará repentinamente como la muerte.

Por eso más que pensar en la venida del Señor como algo sensacional, conviene al cristiano ponerse a reflexionar mejor en su muerte que será el final del mundo para él. No conviene hacer planes para el futuro sin antes incluir también la posibilidad de que Dios nos llames. Cada día, por ello, debe ser vivido con intensidad porque quizá sea lo último que hagamos en esta vida, es la única manera de sentirnos seguros y confiados no en nuestras obras y méritos que son muy pocos, sino en la misericordia del Señor que todo lo supera.

Ap 22, 20- 21
Terminamos la historia sagrada de nuestra salvación, con estas palabras llenas de esperanza y optimismo cristiano: «Ven Señor, Jesús». El libro del Apocalipsis no es el libro fatal y oscuro que nos presentan los hermanos protestantes. ¡Es el libro del triunfo! Jesucristo ya ha vencido al mundo y a las tinieblas y ahora viene como un triunfador a buscar a los suyos. Cuando el cristiano se confía por entero a su Señor está seguro de su victoria y anhela deseoso su venida gritando: « ¡Ven. Señor!» Es la oración de los pobres, que no obstante sus límites y pecados confían en la salvación. Será el fin de las injusticias, la maldad y el egoísmo que oprime el corazón humano.

La esperanza cristiana, no es un cruzarse de brazos en espera de este acontecimiento. Es una fuerza espiritual que nos mueve a trabajar sin descanso y nos rescata de la perdición y del pesimismo haciéndonos entrar en la dinámica de la vida eterna pues poseemos ya lo que deseamos. Es la garantía de que nuestras luchas por el Reino de los cielos valen la pena, ¡porque está asegurada la victoria!

TAREA mandarla al correo:

1.- Argumenta con algunos textos bíblicos, el por qué el hombre tiene que sufrir para alcanzar la vida eterna.

2.- ¿Por qué un cristiano no puede aceptar la creencia de la reencarnación?

3.- ¿Cuál debe ser nuestra postura cristiana ante los testimonios de muertos y aparecidos y almas en pena?

4.- De acuerdo a 1 Co 13, señala las características del amor divino que será el criterio de la salvación.


5.- ¿En qué consiste la esperanza cristiana?





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